miércoles, 6 de julio de 2011

Mariposas.

Bordeó el edificio solemne respirando la mezcla de humedad, orines y puro tiempo condensado que desprendían los muros. Algunas grietas en la parte alta daban idea de que tampoco esa piedra era inamovible y pronto necesitaría restauración. “Todo cambia”, pensó con el griego. Pero le encantaba ese perfume y recorrer envuelto en él los rincones reservados. Esa escalera de piedra desgastada, el lugar donde el adoquinado estaba hundido y viejo, pero no había variado en siete siglos, el diminuto, fantástico mirador sobre el Arlotes, la población dormida a sus pies bajo el monte Izache, allá a su derecha, el mundo primordial, el necesario universo de la memoria que dentro de un rato podría contemplar en toda su belleza, cuando amaneciese. Entrando en otra calleja, la de la Traición creía que era, vio bajo un arco un bulto confuso. Alguien había destrozado un par de farolas y no había forma de identificar la figura. Acercándose, comprobó que en realidad eran dos y vestían de blanco. Parecían abrazarse. “Una parejita de novios”, pensó, pero saludaron.
—Tú eres Julio —dijo la voz del chico. Al instante lo reconoció.
—Y tú, Gabriel —repitió sin doble sentido—. ¿Qué hacéis aquí? Os va a dar un pelo, tan quietos, con el relente de la mañana. ¿Os ha pillado la tormenta?
 —Esperamos —dijo Luz.
—¡Menudo susto me he llevado al veros! Pensaba que erais cualquier cosa. ¿No dormís?
—Estamos esperando —repitió Gabriel con la misma expresividad de marmolillo.
—¿Esperando qué?
—Las mariposas —dijeron a la par.
—¿Mariposas? ¿Qué mariposas?
—Blancas —dijo la chica con toda naturalidad, como si la explicación fuera bastante. Julio prefirió no continuar.
—En fin, ya nos veremos —cortó para huir de esa sensación de absurdo en la que no deseaba entrar de ninguna manera.
—Sí. Nos veremos pronto —dijeron ambos sin cambiar de postura.
            Los dejó bajo las piedras de la catedral, igualmente inmóviles y tan fríos como la rosada que parecían llevar siempre encima. Un poco más allá la calle torcía hacia los barrios inclinados, los que llevaban al río. La mayor parte de las casas estaban abandonadas, rotas las pocas puertas que se mantenían y pobladas de basuras. Incluso los pasadizos que atajaban hacía el Arlotes estaban en parte tan llenos de escombros que decidió dar un rodeo por una calle más amplia. Las había evitado, pensando que se iba a encontrar con grupos de borrachos, pero ahora aparecían desiertas. La recorrió a grandes zancadas, haciendo sonar los adoquines y resbalando con los barros de esa noche, pues aún no habían llegado los de la limpieza municipal y sus mangueras. Ya estaba bajando junto al río cuando oyó algo que le llamó la atención.
Aunque, más que sonido, era un susurro muy tenue. El silencio extraño de esa hora sin gentes permitía escucharlo, pero no lograba precisar de dónde venía ni qué lo causaba. Al embocar el paseo del río se quedó quieto de repente. No entendía nada. Lo que veía delante de él era una especie de cosa viva, de sábana en movimiento confuso, aunque muy activo, que cubría todo el paseo, se enseñoreaba de los coches mal aparcados y los bancos y las farolas y todo cuanto hubiera por debajo. Chisporroteaban bajo su luz como si la emitieran ellas mismas. Porque, ahora lo descubría, eran mariposas que se habían posado en el suelo. Una nube de alas blanquecinas revoloteando, enloquecidas, apretadas unas contra otras, unas sobre otras, dando pequeños vuelos y volviendo al grueso de manta insólita para hacer que otras surgieran a la luz. “Las mariposas de los dos chicos”, pensó, fascinado. Todo el paseo estaba cubierto de millares de animalillos que por algún motivo habían decidido descender sobre el asfalto fresco. Quizá buscaban el rocío de la mañana, los charcos de la tormenta, sal, un lugar apropiado para aparearse. No tenía ni idea. Pero ni por un instante dejaban de moverse y a la vez seguían en el mismo lugar empujándose sin espacio posible, apiñadas en los bordillos de las aceras, sobre los pomos dorados de las tiendas, volando en fogonazos blancos hacia el pretil del Arlotes. Algunas caerían en el agua, pero no podía comprobarlo sin atravesar el tejido vivo. Y, qué carajo, le daba cierto repelús y otro tanto respeto supersticioso pisar esas cosas móviles, de seguro crujientes, tan pequeñas. Bastaba con contemplar el prodigio. Nunca había visto cosa parecida, ni sabía de nadie que contemplara esa maravilla y tuviera ganas de describirla después. Le pareció que estaba solo en el origen del mundo y todo lo que viniese más tarde sería una conclusión innecesaria, algo incapaz de explicar el absurdo, el portento desmesurado de ese panorama que parecía no tener límites ni extensión. Calculó que no podía durar mucho. En efecto, un coche pasó por el centro del manto, supuso que sin percatarse de lo que aplastaba, y dejó unas rodadas grises que al instante volvieron a cubrirse del centelleo aturdido, la angustia por existir de otras tantas congéneres que las sustituían. Sin embargo, la ocasión comenzaba a deshacerse. El espesor de la capa de reflejos se fue aligerando. No pudo precisar adónde volaban, pero hubo un instante en que todas decidieron la espantada y Julio se vio inmerso durante unos segundos en una nube milagrosa, un cardumen alado que ondeaba hacia arriba en bruscas oscilaciones y se deshacía con los primeros rayos del amanecer. Para cuando el cielo quiso teñirse de rojo, todas había vuelto al sueño del que sin duda provenían.

domingo, 20 de febrero de 2011

"Carta desde otro lugar"

—Yo puedo seguir —dijo Idoia en voz alta y bien modulada, cosa que hasta entonces, medio acobardada como se sentía, no había sido evidente—. Conozco una historia que alguien me contó hace años. Bueno, que es antigua, y todo eso. Pero creo que muy bonita. A mí me emocionó cuando la oí.
—¿Qué entiende usted por antigua, señorita? —preguntó don Adrián.
—Eso es lo de menos —cortó Ringo, que se temía una incursión de las suyas en el concepto de contemporaneidad—. Dejadle seguir, coño. Aquí no hay manera de que nadie empiece en paz. Por una vez que se deciden las chicas, vamos a disfrutar de la sesión.
—Eso, que triunfen las mujeres —se animó Graciela—. Luego contaré yo una conseja muy linda...
—Venga, Idoia, tranquila —casi susurró Andrés.
—Estoy muy tranquila —replicó ella con genio—. La verdad es que no sé si os gustará, porque no es una historia de las que se cuentan de un tirón, sino más bien una carta. “Carta desde otro lugar”, se titula. Para que tomes nota —dijo a Bernardo, que acababa de encender una discreta grabadora de bolsillo.
            En ese momento, mientras preparaba el flujo de su narración, incluso la apariencia de la joven se transformó. Por lo menos, a juicio del muy entusiasta Andrés, que la observaba con atención. Antes de decidirse a hablar estaba apoyada en el respaldo de una butaca, recostada sobre la cabeza de Bernardo con cierto aire de sumisión o cariño lánguido, podría ser, que no acababa de gustarle. Inmediatamente después había soltado su mano, a pesar de que intentaba infundirle confianza, y al incorporarse para que todos pudieran oírla adoptó una actitud digna, algo envarada en un primer momento pero progresivamente más distendida, como si el mismo tema de su historia la hubiera tomado por completo. También la voz adquirió una tonalidad más grave y digna, apropiada al motivo. 
—Esto lo contó una amiga de mi madre y parece que era real. Es decir, que ella misma, doña Adela, había recibido la carta y resumía su contenido. Aparentemente, se había deshecho de ella al poco de recibirla, esto es, bastantes años antes de hablarnos de su existencia. Recuerdo que mi madre, mi abuela y yo estábamos solas en la casa y doña Adela había venido a visitarnos. No sé qué estarían haciendo mi padre y mis hermanos. Siempre andaban por ahí perdidos con la excusa de sus ocupaciones. A lo mejor habían ido a cazar o a dar vuelta a los cardos en la huerta que teníamos junto al Arlotes. Bueno, ellos se lo perdieron. Era una tarde de cierzo muy fuerte y hacía frío, pero habíamos encendido las estufas y el brasero y en el cuarto de estar había una temperatura muy acogedora. Así que nos juntamos las cuatro en la mesa camilla y mi madre nos preparó un chocolate bien espeso y muy caliente, como le gustaba a la abuela Romana.
El tema había surgido porque doña Adela, que trabajaba desde hacía la tira de años en el centro de salud, recordó no sé qué minucia de Campolapuente, un poblacho situado en una sierra olvidada cerca de la provincia de Guadalajara que fue uno de sus primeros destinos. Eso le dio pie para contar un episodio de su vida que, confesó, hasta entonces no había confiado a nadie. Databa de la época en que todavía estaba soltera. Era muy joven y nunca antes había viajado sola hasta un lugar tan remoto. Hay que contar que por aquellos tiempos lo de tener coche propio o ir de excursión a la montaña no eran cosas tan habituales. Quizá estemos hablando de los últimos años cincuenta o muy al principio de los sesenta...
—Si lo sabremos nosotros, los más viejos —interrumpió don Adrián—. Aún me acuerdo de cuando...
—Vale, don Adrián, deje seguir a la chica, que se nos enfría —cortó Fortu.
—Gracias —continuó Idoia—. A pesar de ser cabeza de partido judicial y el lugar mas importante de los alrededores, Campolapuente tenía aspecto de aldea destartalada. Para ella, llegar a ese poblado en medio de la sierra fue como si la hubieran sepultado en vida. No hacía tanto había roto relaciones con el que fue su novio desde los quince años. En realidad, él la había abandonado para casarse con otra. Hay que imaginar en qué estado de ánimo llegó al miserable lugar donde debería pasar los siguientes años.
Iba en calidad de enfermera, o más bien de ayudante para todo del único médico de la localidad; esto es, de la comarca. El titular era un hombre mayor, bastante agrio de carácter y lleno de manías absurdas. Todos le llamaban don Ernesto. Campeaba por la zona como si fuera su feudo incuestionable y desde el primer instante trató a doña Adela, Adelita entonces, como si fuera una inútil incapaz de hacer bien su trabajo y cuya presencia resultara un simple estorbo. El primer día la entró en su despacho y esbozó las tareas que le estaban encomendadas, exigiéndole prontitud, acatamiento incondicional de sus órdenes y gran capacidad de trabajo a las horas en que fuese necesario. No le prestó la menor colaboración en los siempre molestos trámites de encontrar alojamiento apropiado, puesto que la pensión donde se hospedó en un primer momento no era en absoluto de su gusto, y así se lo hizo saber. Don Ernesto le respondió que en peores garitas tendría que hacer guardia; qué pensaba la señoritinga de la capital, su misión no iba a ser un camino de rosas y no iba a tener a todo el mundo a su servicio; ya podía ir acostumbrándose. Además, era el único alojamiento disponible en la localidad, con lo que tendría que arreglarse hasta que se habilitase algo mejor. En todo caso, lo que fuera tardaría unos meses.
Tampoco se molestó en presentarle a nadie fuera del triste consultorio ni procuró que se llevase bien con la farmacéutica, el practicante o los miembros del ayuntamiento con quienes forzosamente tendría que colaborar. Al contrario, Adela detectaba una atmósfera de animadversión evidente. Estaba rodeada de gestos recelosos y conversaciones esquivas que languidecían en su presencia. Le constaba que era vigilada en todo momento y que sus actos, o la ausencia de ellos, eran motivo de cuchicheos cuando paseaba por las calles o al salir de la tienda de comestibles. Por supuesto, jamás puso un pie en los bares de la plaza y cuidó de no faltar a misa los domingos, vestida con falda larga, medias oscuras y la reglamentaria toquilla sobre la cabeza. Pero no por eso logró que alguien se comunicase con ella en un tono menos arisco.
Los pacientes no daban para mucho. Cuando don Ernesto estaba en la consulta apenas le dirigían la palabra. Mientras hacía la habitual ronda de domicilios o si en algún momento el exceso de trabajo obligaba a que cada uno les atendiese por su cuenta, se limitaban a mirar mucho al suelo con las manos recogidas o a quejarse de los dolores. Ni un solo comentario fuera de tono. Era evidente que alguien les había aleccionado. No encontró en ellos la más remota muestra de simpatía que le ayudase a amortiguar su sensación de abandono. Cuando acababa el trabajo, volvía sin tardanza a la pensión, evitando exponerse a las miradas. Comía en una mesa apartada, en un extremo del salón destartalado, subía a su cuarto y todavía le quedaban unas cuantas horas para pensar en su estado antes que llegara la hora de acostarse y el trabajo del día siguiente.
La cosa siguió igual durante las primeras dos semanas. Un día, al ir a recoger la llave de la habitación, vio un sobre en su cajetín. Le extrañó al principio, pero por la letra inclinada en que estaba escrito su nombre comprendió de quién provenía. A pesar de ello, le sorprendió que hubiera dado tan pronto con ella. Esperó a estar sola en el cuarto para abrirla. El matasellos estaba borroso y apenas había dejado impresión, así que no pudo identificar el lugar ni la fecha en que había sido enviada. La carta empezaba con una cruz, al estilo antiguo. No tenía data. Esto fue lo que doña Adela nos aseguró que decía:
“Adela, hija querida: ”
            “Sé que te sorprenderá encontrar una carta mía en ese lugar fuera del mundo al que te han obligado a ir. Y me imagino la cara de estupefacción que pondrás, ensimismada como siempre andas en tus problemas. Nunca has llevado bien que pueda llegar hasta ti con esta facilidad como de prodigio. Lo entiendo, pero cada uno tiene que hacer lo que corresponde en cada momento. Además, la culpa de esta irrupción tan repentina es tuya en cierta manera, porque bien podrías haberme comunicado tus intenciones, con un susurro en el momento preciso bastaba, en cualquier sitio, pero siempre tienes que actuar por tu cuenta sin considerar los consejos que todos estamos dispuestos a darte. Sobre todo, yo. Y bien que te molestaba de pequeña, cuando interrumpía tus juegos para estar cerca y llevarte de la mano. Te enfadabas, decías que me fuera, llorabas sin consuelo hasta que te dejaba sola otra vez. Todavía no comprendo esa inquietud. Y, sin embargo, ya ves que basta un soplo de voluntad para volver a los hábitos antiguos. En cualquier instante. Cuando lo necesites. No has de olvidar que soy tu madre, que eres la parte más querida de mí misma. Conozco bien todo lo que te afecta y considero dentro de mí las cosas que te puedan hacer bien.”
            “¿Cuánto hace que no hablamos como ahora? Sin duda, demasiado. No vamos a decidir si han sido meses o años, porque de verdad me apena esta situación mucho más que a ti. Una diría que ya te has acostumbrado a todo y puedes pasar sin mi persona. No lo creo. Al final, he debido volver a socorrerte desde el olvido en que me creías relegada. ¿De verdad que te molesta? Sé sincera contigo misma. Reconoce lo débil que te sientes en estos momentos. Piensa en las veces que te has dormido entre lágrimas, agotada. Las veces que has considerado en la soledad de este cuartucho cuándo podrías olvidar tantas humillaciones. Y, para colmo, nunca fuiste capaz de odiar a quienes te ofendían. Te falta esa decisión, que también es un alivio. En esto eres de la rama sensible de la familia.”
“No sé si te acuerdas de tu tío Feliciano. Pobre. El otro día estuve rezando por él. Pero cómo vas a recordarlo, si para cuando naciste... En fin, te pareces mucho a esa alma bendita. Lo tengo siempre en mis oraciones, no le vaya a pasar ningún mal. También a ti. Todos los días. Los dos sois personas necesitadas.”
“En definitiva, ése es el motivo de que haya decidido entrar otra vez en tu mundo. Porque crees que sabes todo lo que es preciso y te equivocas. La mayor parte de las veces vas pisando con fuerza sobre el hielo más frágil y, en cambio, andas de puntillas por suelos de mármol. Tonta, necesitas que alguien te guíe. Aunque te cueste apreciarlo, porque eres nueva en el mundo, el lugar donde has caído es posada de elementos muy contrarios. Nadie te quiere bien, no tienes amigos ni valedores y los esfuerzos que hagas por congraciarte con esas gentes serán baldíos. Si les sonríes, te escupirán. Dales un vaso de agua y procurarán devolverte hiel. Con estos malditos has de hacer todo lo contrario de un ejemplo de la Biblia que escuché por la época en que estaba embarazada de ti. ‘A quien te golpee, ponle la otra mejilla’, decía. Pero tú no eres la esclava de nadie. Las frases de sumisión no son apropiadas para el agujero en que has caído. Si estos patanes de mala entraña te ven escasa de valor saltarán a tu cuello, te atormentarán hasta que te marches del pueblo con el rabo entre las patas, o algo peor. Debes demostrarles que eres dueña y señora de tu puesto porque sabes, porque quieres y porque no van a poder contigo. Nunca cedas en un punto que consideres propio por derecho. Defiéndelo con las uñas, aunque sea insignificante. Los crueles son cobardes y medran en compañía. Es la propia inquina que se tienen la que les hace odiar a los demás; por eso la han tomado contigo.”
“Hija mía, no sabes cómo me gustaría estar ahora a tu lado para ayudarte a vencer las dificultades. Pero no has de olvidar que, en cierto modo, siempre permanezco. Estoy en la sonrisa de tu cara, todo el mundo dice que la tenemos tan parecida, y nada fea. También has heredado mi misma actitud atenta cuando te concentras en algún problema. Cuando estudiabas en tu cuarto me gustaba quedarme largo rato espiándote desde la puerta. Nunca te percataste, pero en esa obstinación escrupulosa de la curva de tu espalda yo reconocía la misma que me sirvió para sobrellevar todo lo que tuve contigo, hace tantos años. Y esa terquedad que tienes dentro será la que te va a ayudar en cuanto la reveles. Usa tus armas, cariño, aborrece a quien no te favorezca y respeta a los que te sean fieles. Sé inflexible, pero encantadora. Haz como hice yo antes de mi desgracia.”
“Aunque por el momento te parezca lo contrario y pienses que don Ernesto es un viejo amargado, te advierto de que tiene mejores instintos. No te ayudará mientras le parezcas desvalida. En su interior cree que la mejor forma de hacerte salir del agujero es ser estricto contigo hasta que te curtas. En cuanto al practicante, ése es pájaro salteador, de los que desean entrar en nido ajeno. Tú me entenderás como debes. Ten el cuidado que es debido en una joven de tu posición. No te fíes. Con quien también debes andar precavida es doña Remedios, la farmacéutica. A esa mala pécora le gusta calumniar, deshacer honras, refrotar a todos en el mismo fango del que proviene. Escucha las historias de hace años y sabrás por qué te digo esto. Y  no te fíes de la dueña de la pensión. Las mata callando. Búscate una casa decente y vete de aquí cuanto antes. Y, sobre todo, no des noticias de tu persona por las que puedan deducir motivos de escarnio, ni datos que les permitan atacarte. El silencio ha de ser tu aliado.”
“Hija, no quiero que esta carta se alargue más de lo debido. Cuando lo desees estaré otra vez contigo. Quizá la dificultad mayor entre nosotras no sea la distancia, sino el tiempo, pero ya ves que puede abolirse si tienes voluntad y me respondes. Hija, habla, escríbeme, vuelve a mí.”
“Un abrazo muy fuerte de tu madre, que te amparará siempre.”
Al terminar, miré a mi madre y a mi abuela. Las dos estaban turbadas. El ojo malo de la vieja lagrimeaba sin control, yo creo que más que nunca. Nadie comentaba nada. Yo, a pesar de ser tan cría, también me encontraba afectada de un modo extraño. No acababa de entender todos los detalles de su narración, pero estaba confundida por la experiencia de ver emocionarse a tres mujeres mayores, y sobre todo a mi madre, de quien pensaba que era un ejemplo de fortaleza. Además, siempre he tenido el lloro fácil. Así que las cuatro estuvimos un rato sorbiendo las lágrimas y haciendo esfuerzos por continuar de modo digno el resto de la sobremesa.
Al final, doña Adela se levantó y dijo que ya nos había causado bastantes molestias, que tenía que volver a casa para ver cómo estaba su marido. Parece que había tenido un ataque de ciática y, a pesar de llevar bien avanzada la convalecencia, todavía estaba algo delicado. “Y ya sabemos lo quejicas que son los hombres. De cualquier tontería hacen un mundo”, terminó.
Cuando salió doña Adela, pregunté a mi madre por qué lloraba. No sé qué me contestó en ese momento, sin duda una excusa idiota para evitar darme explicaciones engorrosas. Pero hace unos pocos años, recordando en una reunión aquella tarde extraña y emocionante, volví a preguntárselo. Sin duda, mi madre consideró que ya era el momento. Recuerdo su respuesta como si la hubiera dicho ahora mismo: “La madre de doña Adela no estaba casada. Tuvo un asunto con un hombre de dinero, pero que ya tenía mujer y un par de hijos en Barcelona. Al final, cuando supo que había quedado embarazada, la abandonó. En el parto hubo complicaciones, ya sabes cómo eran las cosas en aquellos años. Nadie iba al hospital desde tan lejos. No había dinero, las carreteras eran malas y se daba a luz en casa, con comadrona. La madre murió horas después de tenerla. Fue una tragedia y un escándalo. Media Badacena estuvo en el entierro. Pero de eso hace ya tanto...”
—Entonces, ¿quién coño escribió esa carta? —preguntó Domingo después de considerarlo unos instantes.
—¡Ah! Eso es cosa vuestra —dijo Idoia, satisfecha de ver el efecto de su historia.
—Es un asunto inquietante —meditó Carmelo en voz alta—. Si no fue el fantasma de la madre, hay que suponer que ella, es decir, doña Adela... Curioso, muy curioso. Esto me recuerda algo que me sucedió hace unos años. No es más que una anécdota, y no sé si tiene algo que ver con lo de Idoia, pero si os parece puede entrar en concurso. Es mejor que lo que había pensado contar.

martes, 8 de febrero de 2011

"Me odiaba tanto"

—Yo mismo. Ya que los demás no se atreven, empiezo yo —se arrancó Ringo—. Pero antes de nada tengo que hacer unas precisiones a la historia, que me sucedió realmente hace unos años. Yo no estoy muy orgulloso de cómo actué en esa ocasión. He de decir que en aquel entonces estaba soltero. Esto es, no emparejado como ahora, y la cosa cambia bastante. Además, tenía otras inquietudes y una visión muy diferente de la vida y de mi trabajo... Ya no creo que en los chicos de instituto se pueda encontrar nada parecido a la coartada de una validez profesional o incluso un modo de vida, pero entonces confiaba más en mis posibilidades de cambiar la situación. Ahora mismo no me reconozco, como si no fuera el autor de unos hechos que, en caso de estar en la misma situación, creo que no repetiría. O sí, quién sabe. El tiempo desgasta las pasiones y modera todo exceso hasta que no nos queda sino la sombra de lo que pudimos alcanzar, y somos tan eunucos que a eso lo llamamos madurez. La madurez de los bueyes enyugados... En fin, cuento la historia y vosotros juzgaréis. De todas maneras, me gustaría que no la incluyerais en la revista.
—¿Tan mala va a ser? —bromeó Fortu con su trepidar de muletas característico.
—Al contrario —se defendió Ringo—. Pero esta ciudad es demasiado pequeña y la voz corre enseguida. Insisto en que no la incluyas, Bernardo. Esto está reservado para unos pocos.
—Al menos, di su título para que sepamos a qué atenernos —sugirió éste.
—“Me odiaba tanto”, podría ser. Tenía pensado otro más convencional como “La niña Carolina”, pero éste va de perlas.
—No está mal. Promete —declaró Andrés.
—Como he dicho, sucedió hace ya bastantes años, más de quince. Recién salido de la facultad, saqué las oposiciones y ese mismo año me destinaron a un lugar bastante desagradable, lejos de Badacena. Entonces aún había movilidad por todo el territorio nacional y la costumbre era pasar unos cursos en el destierro antes de poder regresar adonde te interesara. Por lo común, te mandaban a destinos como Navalmoral de la Mata, Bollullos Par del Condado y otros igual de exóticos. Yo tuve algo más de suerte, pensaba en un primer momento, pero pronto vi que la calidad del puesto en que trabajas no depende apenas de la distancia, sino de cómo son los lugareños y de las oportunidades que te ofrece. De si está cerca de una ciudad importante, de si hay marcha los fines de semana, y así. La población donde yo caí era un verdadero asco. No digo el nombre, pero se trata de una ciudad de algo más que este tamaño, dedicada a la industria textil y rodeada de grandes viñedos de uva tan buena que no desmerece un punto de las afamadas de Jumilla y Valdepeñas, aunque ahí la dedican a otros menesteres más carbónicos.
—No me hago a la idea de cuál puede ser —confesó don Adrián.
—Porque no es una competición ni hay premio para quien lo adivine —respondió Ringo un tanto molesto—. Así que yo caí en ese agujero con todas las ilusiones de un profesor primerizo y al poco puede ver que eran eso: ilusiones y poco más. Durante un buen período de tiempo no hice amistades que pudieran llamarse tales, o que superaran el ámbito del instituto. Los escasos compañeros a quienes no disgustaba mi aspecto o no combatían mis opiniones por el hecho de ser de otra región se mostraban simplemente amables, y con ellos pude mantener poco trato. Con que sepáis que alquilé un piso amplio, demasiado grande para vivir yo solo, y tardé más de un curso en encontrar a alguien que lo compartiera, ya está dicho todo. Por supuesto, mi inquilino tuvo que venir de fuera, pero esa es otra historia que algún día os contaré, si sois buenos. En cuanto a los alumnos... Esos chicos eran un preludio de lo que luego se ha llegado a considerar una situación habitual, pero entonces todavía sorprendía al incauto. Es decir, un auténtico desastre; un horror de estupidez, altanería, indolencia y mala educación que me costó bastante tiempo meter en vereda. Apenas había una clase que se salvase. Tenían totalmente sorbido el seso con el dinero que ganaban trabajando los fines de semana y en vacaciones de verano, y su máximo horizonte estaba copado en exclusiva por la moto, la discoteca, las pastillitas o la última moda. O por todas juntas.
—¡Qué panorama! —exclamó Carmelo.
—Hay que verlo para saber de qué estoy hablando. Apenas había algún chaval que se saliera de la norma. Sin embargo, uno de ellos consiguió llamar mi atención. Se llamaba Ricardo Valladares, y al principio no era alumno mío. Llegó a mi conocimiento por primera vez en una de las sesiones de evaluación. Otro profesor lo citó como ejemplo en escala superior de cierto individuo pesadísimo que había caído en mi tutoría y de quien no paraba de quejarme. El suyo, Valladares, era un crío larguirucho, inquieto, respondón e incapaz de pasar desapercibido en ninguna clase. El habitual niñato intratable. Creo recordar, por cierto, que tiempo antes se había hablado de no sé qué amagos de acoso que acabaron con la consabida expulsión.
Al año siguiente yo fui su tutor. En un primer momento pareció que el verano lo había serenado bastante. No se mostraba tan inquieto como me habían referido y, de hecho, ahora tenía una novieta un año más joven que él y bastante mona. Era frecuente verlos enlazados por los rincones de los pasillos dándose besos inacabables, mirándose constantemente a los ojos, siempre pegados. Recuerdo que alguna vez, sonriendo ante su apasionamiento, había captado la mirada de su chica y ésta se había sonrojado, aunque no por eso dejara de abrazarlo y chupetear su cuello con la misma intensidad. Pensé que eran cosas de críos, de esas que pasan con la edad y no hay que darles más importancia.
Yo, por otra parte, a pesar de llevar sólo un curso en el instituto, ya había conseguido implicarme en el grupo de teatro, intentaba montar una banda de rock con varios chicos de COU y era habitual en las excursiones, viajes de estudio y salidas de cualquier tipo, con lo que mi popularidad entre los chavales iba en aumento. “¡Ringo, Ringo!”, me requerían a todas horas para tratar mil asuntos minúsculos. Y estaba encantado con la nueva situación. Consideraba que era el modo más eficaz de inculcar alguna idea en la mollera de esos críos y, de paso, ahorrarme los conflictos que ya empezaban a ser habituales con otros profesores más severos.
No fue así con Ricardo, Richi para sus amigos. Desde el primer día del curso decidió tomarme como objetivo de sus impertinencias. He de decir que en una primera etapa casi me hacía gracia ese adolescente insubordinado, respondón, capaz de cuestionar hasta las nociones más elementales. Consideraba que esa espontaneidad, como ahora la llaman, convenía al carácter abierto que siempre he deseado en mis clases. Le tenía cierta consideración, escuchaba sus impertinencias y procuraba no herirle demasiado cuando era inevitable la reprimenda pública. Sin embargo, el clima en el aula iba a peor. Richi no aceptaba de ningún modo mi buena actitud. Cuando le regañaba en privado se obstinaba en dirigir la mirada a sus zapatillas y hacer como que asumía mis críticas, aunque de una manera desdeñosa, altiva, tal que si me perdonase la vida a cada momento. Por lo general, se amparaba en la complicidad de algunos compañeros y buscaba reventar las clases, evitar que el ambiente relajado que obtenía en las demás sin grandes esfuerzos pudiese cuajar en la suya. Rara era la vez que terminábamos libres de conflictos. No sabía la razón, pero la había tomado conmigo. Al final, acabé reconociendo lo que todos mis colegas me habían prevenido respecto a ese energúmeno y le cobré una antipatía manifiesta que no me preocupaba en ocultar. Por más que considerase que era una sencilla reacción contra el sistema escolar y la coacción paterna, conforme pasaban los días llegué a convencerme de que este niño en realidad era un hijoputa de mucho cuidado, y no había momento en que, a mi vez, olvidase fastidiarle de los mil pequeños modos que tenía a mi alcance. Si él enredaba con sus colegas, lo exiliaba al fondo de la clase, de pie, como si fuera un niño. Si me mantenía la mirada, yo le aguantaba el duelo, ganándole siempre en su terreno para que entendiese que yo no iba a ceder en esa estúpida pelea de gallos.
Por supuesto, suspendía unas cuantas asignaturas, a pesar de ser inteligente. A la altura del tercer trimestre ya era evidente que no superaría el curso. Así se lo hice saber en una conversación de tutor a alumno que no pudo ser más tensa. Él arguyó que todos le teníamos manía y que estaba harto de esa mierda de instituto. Yo le dije que lo que él tenía por arrobas era cara dura, que yo sólo conocía una mierda y estaba delante de mí, etcétera, etcétera. Lo habitual. Entonces sucedieron un par de hechos que desencadenaron la conclusión de esta historia. El primero fue una mañana, tras el recreo, en que encontré mi maletín totalmente rajado por obra de lo que a todas luces parecía un cutter escolar. Era precioso, de armazón robusta y forrado en símil cuero que mis padres me habían comprado para mi primer día de trabajo. Me dolió mucho tener que reemplazarlo, pero la verdad es que había quedado inservible. Pocos días después también aparecieron unas rayas en la carrocería de mi coche, el pobre Ford Fiesta que tan buen resultado me dio, ¿lo recordáis? No fueron de mucha importancia, pues yo mismo las pude reparar en el taller de un amigo, pero sí consiguieron irritarme. A estas alturas, ya sabía quién era el responsable de los destrozos.
Bien: había llegado el buen tiempo y, como paseante habitual que soy, aprovechaba la menor oportunidad para dar una vuelta por los campos cercanos o recorrer la parte vieja de la ciudad, que a veces deparaba gratas sorpresas. Una tarde, serían las cuatro y media o cinco, estaba en esto último, recorriendo ciertas callejas cercanas a una capilla gótica que todavía no había visto por dentro y me interesaba. Me habían dicho que el sacristán vivía por ahí cerca y solía dejar la llave sin más formalidades. Además, la frescura de esa zona de la ciudad invitaba a recorrerla sin prisa, contemplando las fachadas carcomidas por el tiempo, los edificios con sabor y ciertos detalles artísticos bastante estropeados pero de mérito que en otras ocasiones me habían pasado desapercibidos. Al entrar en una pequeña glorieta distinguí una figura joven junto a la puerta de cierta casa. Enseguida la identifiqué como aquella chiquita, la novia de Richi. Carolina, recordé que se llamaba, a pesar de que no estaba en ninguna de mis clases y siempre he tenido muy mala retentiva para los nombres. Desde el principio me había parecido la más guapa de su grupo de amigas, y con esa melena lisa y esos ojos claros era inevitable fijarse en ella. Ella también me reconoció. Yo esperaba el consabido desaire de volver la vista a un lado como si no me hubiese visto, o bien el saludo seco, deseoso de que me marchase cuanto antes. Sin embargo, se dirigió a mí con cierto deje de alegría y un fondo de timidez, con cierta coquetería casi infantil que me llamó la atención poderosamente. En su voz creí notar sorpresa y cierta sensación de agrado, quizá por el mero hecho de encontrarse con un profesor a esas horas y en ese lugar recóndito del casco viejo.  O por lo que fuese.
—Hola, Carolina —recuerdo que le contesté con una amplia sonrisa—. ¿Qué haces aquí tan sola?
—El repaso —contestó con tono cantarín—. Ésta es la casa de mi profe de Inglés. Los demás estarán ya arriba. Pero es que hoy...
—Qué lata, ¿no? Con la buena tarde que hace para dar un paseo. ¿Vas a entrar? —seguí diciendo en tono juguetón para tantearla, mientras una idea empezaba a tomar forma—. Como que no tienes bastante por la mañana para luego volver a lo mismo. Seguro que estás harta.
—Sí, pero es que voy muy mal —respondió.
—¿Quién te da clase? ¿Alicia? —tanteé.
—No, el Garrafo; digo, Desiderio —corrigió rápidamente.
—Ah, claro. El Garrafo. No me extraña que no te enteres. A ver, ¿por dónde vas ahora? —repliqué yo con la mayor naturalidad.
            Ella abrió el libro, pasó unas cuantas páginas y me lo indicó. Bromeé diciendo que no me entraba en la cabeza, con lo lista que parecía, cómo no era capaz de quedarse con esas cuatro tonterías. Seguro que no se lo habían explicado bien. ¿De verdad le servían de algo esos repasos? Confesó que más bien de poco. Por lo general, en la clase se limitaban a hacer los deberes del día siguiente. A menudo era la misma profesora quien rellenaba por ellos los huecos en los ejercicios, con lo que la chica no llegaba a percatarse siquiera de qué trataban. En resumen, era un rollo. Estaba harta de acudir todas las tardes, pero no sabía qué hacer si no estaba allí. Richi tenía entrenamiento a esas mismas horas y deambular sola por la ciudad, con el riesgo de que alguien la pudiese delatar a su madre, no le parecía una opción interesante.
Entonces me lancé. Le propuse que, en lugar de subir a clase, me acompañase. A mi piso,  ¿por qué no? Yo ya iba de vuelta, así que no me suponía ningún esfuerzo. No estaba lejos de allí. En un instante podía explicarle lo que no comprendía y, si le apetecían refrescos, una cervecita o fumar lo que quisiera, podía hacerlo sin problemas puesto que nadie nos iba a ver. Además, nos daría la oportunidad de charlar en privado de un par de cosas. Dije esto muy lentamente, saboreando las palabras, como si fuera otro el que las decía y guiase mis actos. Para mi sorpresa, vi cómo se ruborizaba levemente, agachó la cabeza y al final, con un hilo de voz, dijo que sí le apetecía. Reconozco que en un primer momento me puse algo nervioso por lo fácil que estaba resultando y tartamudeé un par de veces, pero en el trayecto hasta mi casa conseguí hilar una conversación ligera, quizá algo idiota, aunque apropiada a las circunstancias y a mi interlocutora. Carolina parecía presa de una mayor timidez y apenas contestaba, manteniendo la mirada fija en el suelo, como si no se atreviera a más. Aun así, pude enterarme de que yo era muy apreciado entre sus amigas y, en un principio, también por ella misma. Luego, ante la disparidad entre sus opiniones y el rencor que me mostraba Richi, ya que en cuanto se hablaba de mí no perdía oportunidad de vituperarme, se había sentido incluso más interesada en conocerme. “Seguro que estaba celoso”, me dijo su chica. “¿Y tú qué crees?”, le pregunté. “¿Soy un ogro, como piensa tu novio?”. “No, claro”, respondió con viveza. “Yo nunca he dicho eso. Y no es novio, novio. Sólo salimos”. “A ver, Carolina; eso me lo tienes que explicar con más calma”, respondí con una amplia sonrisa que otra vez le forzó a bajar la mirada.
            De este modo llegamos al portal de mi casa. Maniobré torpemente con la cerradura, abrí la pesada puerta de hierro y dejé que ella pasara en primer lugar. Tuvimos un leve tropezón. Un roce involuntario, por supuesto, que nos detuvo a los dos en el quicio. Una especie de descarga me recorrió el espinazo.  Me percaté de que ella también se estremecía. “Perdona. ¿Te he hecho daño?”, le pregunté. Ella no respondió. Entonces decidí ir a por todas. Dejé que entrara en la media penumbra de la escalera. La miré fijamente y supe que estaba deseándolo tanto como yo. La sujeté por los hombros, que me parecieron frágiles y adorables bajo el suave algodón de la camiseta, y con un movimiento lento, muy lento, la besé en la boca. Ella no se resistió. Fue un beso largo, cálido, delicado. Y tan natural y bien compenetrado como si lo hubiésemos hecho desde siempre. Aceptó mi lengua y jugueteó con ella en una lucha larga y deliciosa, trufada de algún gemido sutil que delataba su ansiedad. Cuando nos separamos, ella sonreía, nerviosa. Casi de modo involuntario, se pasó la punta de la lengua por los labios. Y ese gesto, que había visto tantas veces y siempre me pareció señal de un gusto grosero, en la chica estaba revestido de ternura y resultaba candoroso, incitante. Aún mantenía los ojos cerrados como en una ensoñación, me sujetaba por la cintura con firmeza pero también con no sé qué suavidad como de otro tiempo. Se dejaba llevar por el ritmo de los cuerpos.
Le sugerí subir en el ascensor. Ella entró delante de mí. Pulsé el botón de mi piso, que creo recordar que era un quinto. La luz parpadeó unos instantes, como hacía siempre al arrancar, pero entonces se me antojó una señal. La arrinconé contra el espejo y, besándola de nuevo con una furia blanda que me surgía de no sé dónde, empecé a acariciarle los pechos por encima de la ropa. Ella se dejaba hacer. Tenía una mirada encendida, vibrante. Respiraba con fuerza. De ahí bajé al vientre, suave, muy suave, con una lentitud que a la chica tuvo que parecerle un mundo. Le besé el cuello sin dejar de recorrer con mis manos la cintura, ahora bajo la breve camiseta, la base de la espalda, los costados, las caderas rotundas. En ese momento llegamos al piso. “Es aquí”, dije tontamente. Salimos bien enlazados de la mano, como si nos fuéramos a extraviar. Cuando ya había localizado las llaves del apartamento, se apagó la luz de la escalera. “No la enciendas”, susurré con mi voz más grave. “Prefiero sin luz”. Creo que en esos momentos yo temblaba un poco, y algo debía de traslucirse en mis palabras. Entretanto, Carolina no podía ni articular. “Ven aquí”, le pedí. En la oscuridad casi podía adivinar su cara de excitación, una mezcla de temor porque los vecinos pudieran sorprendernos y de necesidad de acoplarse a mi cuerpo. No sé cómo es posible después de lo que os he contado, pero nos besamos aún con mayor intensidad. La seguí acariciando en la negrura ardorosa del rellano. Bajé las manos por sus muslos, le sujeté el trasero firme mientras apretaba su pubis contra el mío, comenzando un movimiento como de marea que pronto debió de hacerle efecto, porque oí cómo murmuraba: “Ringo”. Y luego: “Sigue, Ringo. Sigue, por favor”. Alcancé entonces el frente de sus vaqueros, desabroché dos o tres botones e introduje mi mano con decisión bajo la tela áspera y caliente, recorriendo con mi palma el perfil inferior de su vientre y avanzando más abajo aún, en territorio frondoso que era breve y manejable, y a estas alturas comenzaba a estar algo húmedo en su parte inferior. Ahí empecé a acariciar, a pesar de lo incómodo de la postura, utilizando sólo un dedo para recorrer con toda parsimonia la abertura de su sexo. Ella estaba apoyada contra la pared y arqueaba un poco las piernas, con los pantalones ceñidos a medio abrir y mi mano insistiendo entre sus muslos. Suspiraba cada vez con más intensidad y con un ritmo acompasado dócilmente al de mis roces. Yo, mientras tanto, le mordisqueaba el cuello, el lóbulo de la oreja, vertía mi aliento en su nuca y mi lengua en el oído. Cuando creí llegado el momento, puesto que la velocidad de mis dulces embestidas había aumentado y poco más podía esperarse de ese oleaje que no fuera romper y desgranarse en quejidos, saqué no sin cierto esfuerzo la llave de mi bolsillo, abrí la puerta del piso y, desembarazándome de Carolina, le dije fríamente: “¡Hala, vete a casa, que se va a hacer tarde!”. Luego, cerré tras mí.
La dejé allí, en el descansillo, con una expresión sorprendida e incrédula que no puedo olvidar. Para no oír los insultos y amenazas que me lanzaba en retahíla desde el otro lado de la puerta encendí el aparato de música y puse un disco de los Stones. Algo entendí, a pesar de todo, de si era un cerdo y un hijo de puta, de una denuncia por violación, de contar todo a su novio. Estaba muy alterada. Necesitaba tiempo para calmarse. Cuando al final se marchó y pude bajar el volumen un poco excesivo del “Under my thumb”, yo también tenía el pulso un poco más estable.
—¡Hostia! —estalló Julio.
—¡Rediós, qué calentón! —suspiró Fortu, algo congestionado.
—Eres un monstruo —reconoció Bernardo, poniéndose de rodillas delante de Ringo—.Un monstruo.
—Pero pronto obtuve la recompensa a mis esfuerzos —continuó Ringo—, puesto que, como bien suponía, Carolina no contó nada de este asunto a Richi. Al menos, eso me pareció, porque el chico no mostraba de ningún modo estar al tanto de mis sonrisas burlonas cuando la clase permanecía absorta en un ejercicio y él establecía otra vez su tonto duelo de miradas, creyendo desafiarme. Ni daba la menor señal de entender las alusiones, no siempre de muy buen gusto, que desde entonces me permitía casi a diario. Aunque me esté mal decirlo, en esa ocasión gané yo.
—¡Pobre chiquita! —dijo Chiuca—. Lo pasaría fatal. Está visto que los hombres sois todos unos cabronazos.
—¡Joder, tío! Ese pudo ser el polvo de tu vida —dijo Domingo, todavía alterado—. ¿Y no hiciste nada más, así, teniéndola a huevo? No me lo creo.
—Esta es la historia y esto es lo que hay. Siento que no os haya gustado.
—A mí me parece muy buena. Y más sutil de lo que aparenta—dijo Bernardo.