miércoles, 6 de julio de 2011

Mariposas.

Bordeó el edificio solemne respirando la mezcla de humedad, orines y puro tiempo condensado que desprendían los muros. Algunas grietas en la parte alta daban idea de que tampoco esa piedra era inamovible y pronto necesitaría restauración. “Todo cambia”, pensó con el griego. Pero le encantaba ese perfume y recorrer envuelto en él los rincones reservados. Esa escalera de piedra desgastada, el lugar donde el adoquinado estaba hundido y viejo, pero no había variado en siete siglos, el diminuto, fantástico mirador sobre el Arlotes, la población dormida a sus pies bajo el monte Izache, allá a su derecha, el mundo primordial, el necesario universo de la memoria que dentro de un rato podría contemplar en toda su belleza, cuando amaneciese. Entrando en otra calleja, la de la Traición creía que era, vio bajo un arco un bulto confuso. Alguien había destrozado un par de farolas y no había forma de identificar la figura. Acercándose, comprobó que en realidad eran dos y vestían de blanco. Parecían abrazarse. “Una parejita de novios”, pensó, pero saludaron.
—Tú eres Julio —dijo la voz del chico. Al instante lo reconoció.
—Y tú, Gabriel —repitió sin doble sentido—. ¿Qué hacéis aquí? Os va a dar un pelo, tan quietos, con el relente de la mañana. ¿Os ha pillado la tormenta?
 —Esperamos —dijo Luz.
—¡Menudo susto me he llevado al veros! Pensaba que erais cualquier cosa. ¿No dormís?
—Estamos esperando —repitió Gabriel con la misma expresividad de marmolillo.
—¿Esperando qué?
—Las mariposas —dijeron a la par.
—¿Mariposas? ¿Qué mariposas?
—Blancas —dijo la chica con toda naturalidad, como si la explicación fuera bastante. Julio prefirió no continuar.
—En fin, ya nos veremos —cortó para huir de esa sensación de absurdo en la que no deseaba entrar de ninguna manera.
—Sí. Nos veremos pronto —dijeron ambos sin cambiar de postura.
            Los dejó bajo las piedras de la catedral, igualmente inmóviles y tan fríos como la rosada que parecían llevar siempre encima. Un poco más allá la calle torcía hacia los barrios inclinados, los que llevaban al río. La mayor parte de las casas estaban abandonadas, rotas las pocas puertas que se mantenían y pobladas de basuras. Incluso los pasadizos que atajaban hacía el Arlotes estaban en parte tan llenos de escombros que decidió dar un rodeo por una calle más amplia. Las había evitado, pensando que se iba a encontrar con grupos de borrachos, pero ahora aparecían desiertas. La recorrió a grandes zancadas, haciendo sonar los adoquines y resbalando con los barros de esa noche, pues aún no habían llegado los de la limpieza municipal y sus mangueras. Ya estaba bajando junto al río cuando oyó algo que le llamó la atención.
Aunque, más que sonido, era un susurro muy tenue. El silencio extraño de esa hora sin gentes permitía escucharlo, pero no lograba precisar de dónde venía ni qué lo causaba. Al embocar el paseo del río se quedó quieto de repente. No entendía nada. Lo que veía delante de él era una especie de cosa viva, de sábana en movimiento confuso, aunque muy activo, que cubría todo el paseo, se enseñoreaba de los coches mal aparcados y los bancos y las farolas y todo cuanto hubiera por debajo. Chisporroteaban bajo su luz como si la emitieran ellas mismas. Porque, ahora lo descubría, eran mariposas que se habían posado en el suelo. Una nube de alas blanquecinas revoloteando, enloquecidas, apretadas unas contra otras, unas sobre otras, dando pequeños vuelos y volviendo al grueso de manta insólita para hacer que otras surgieran a la luz. “Las mariposas de los dos chicos”, pensó, fascinado. Todo el paseo estaba cubierto de millares de animalillos que por algún motivo habían decidido descender sobre el asfalto fresco. Quizá buscaban el rocío de la mañana, los charcos de la tormenta, sal, un lugar apropiado para aparearse. No tenía ni idea. Pero ni por un instante dejaban de moverse y a la vez seguían en el mismo lugar empujándose sin espacio posible, apiñadas en los bordillos de las aceras, sobre los pomos dorados de las tiendas, volando en fogonazos blancos hacia el pretil del Arlotes. Algunas caerían en el agua, pero no podía comprobarlo sin atravesar el tejido vivo. Y, qué carajo, le daba cierto repelús y otro tanto respeto supersticioso pisar esas cosas móviles, de seguro crujientes, tan pequeñas. Bastaba con contemplar el prodigio. Nunca había visto cosa parecida, ni sabía de nadie que contemplara esa maravilla y tuviera ganas de describirla después. Le pareció que estaba solo en el origen del mundo y todo lo que viniese más tarde sería una conclusión innecesaria, algo incapaz de explicar el absurdo, el portento desmesurado de ese panorama que parecía no tener límites ni extensión. Calculó que no podía durar mucho. En efecto, un coche pasó por el centro del manto, supuso que sin percatarse de lo que aplastaba, y dejó unas rodadas grises que al instante volvieron a cubrirse del centelleo aturdido, la angustia por existir de otras tantas congéneres que las sustituían. Sin embargo, la ocasión comenzaba a deshacerse. El espesor de la capa de reflejos se fue aligerando. No pudo precisar adónde volaban, pero hubo un instante en que todas decidieron la espantada y Julio se vio inmerso durante unos segundos en una nube milagrosa, un cardumen alado que ondeaba hacia arriba en bruscas oscilaciones y se deshacía con los primeros rayos del amanecer. Para cuando el cielo quiso teñirse de rojo, todas había vuelto al sueño del que sin duda provenían.

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