martes, 8 de febrero de 2011

"Me odiaba tanto"

—Yo mismo. Ya que los demás no se atreven, empiezo yo —se arrancó Ringo—. Pero antes de nada tengo que hacer unas precisiones a la historia, que me sucedió realmente hace unos años. Yo no estoy muy orgulloso de cómo actué en esa ocasión. He de decir que en aquel entonces estaba soltero. Esto es, no emparejado como ahora, y la cosa cambia bastante. Además, tenía otras inquietudes y una visión muy diferente de la vida y de mi trabajo... Ya no creo que en los chicos de instituto se pueda encontrar nada parecido a la coartada de una validez profesional o incluso un modo de vida, pero entonces confiaba más en mis posibilidades de cambiar la situación. Ahora mismo no me reconozco, como si no fuera el autor de unos hechos que, en caso de estar en la misma situación, creo que no repetiría. O sí, quién sabe. El tiempo desgasta las pasiones y modera todo exceso hasta que no nos queda sino la sombra de lo que pudimos alcanzar, y somos tan eunucos que a eso lo llamamos madurez. La madurez de los bueyes enyugados... En fin, cuento la historia y vosotros juzgaréis. De todas maneras, me gustaría que no la incluyerais en la revista.
—¿Tan mala va a ser? —bromeó Fortu con su trepidar de muletas característico.
—Al contrario —se defendió Ringo—. Pero esta ciudad es demasiado pequeña y la voz corre enseguida. Insisto en que no la incluyas, Bernardo. Esto está reservado para unos pocos.
—Al menos, di su título para que sepamos a qué atenernos —sugirió éste.
—“Me odiaba tanto”, podría ser. Tenía pensado otro más convencional como “La niña Carolina”, pero éste va de perlas.
—No está mal. Promete —declaró Andrés.
—Como he dicho, sucedió hace ya bastantes años, más de quince. Recién salido de la facultad, saqué las oposiciones y ese mismo año me destinaron a un lugar bastante desagradable, lejos de Badacena. Entonces aún había movilidad por todo el territorio nacional y la costumbre era pasar unos cursos en el destierro antes de poder regresar adonde te interesara. Por lo común, te mandaban a destinos como Navalmoral de la Mata, Bollullos Par del Condado y otros igual de exóticos. Yo tuve algo más de suerte, pensaba en un primer momento, pero pronto vi que la calidad del puesto en que trabajas no depende apenas de la distancia, sino de cómo son los lugareños y de las oportunidades que te ofrece. De si está cerca de una ciudad importante, de si hay marcha los fines de semana, y así. La población donde yo caí era un verdadero asco. No digo el nombre, pero se trata de una ciudad de algo más que este tamaño, dedicada a la industria textil y rodeada de grandes viñedos de uva tan buena que no desmerece un punto de las afamadas de Jumilla y Valdepeñas, aunque ahí la dedican a otros menesteres más carbónicos.
—No me hago a la idea de cuál puede ser —confesó don Adrián.
—Porque no es una competición ni hay premio para quien lo adivine —respondió Ringo un tanto molesto—. Así que yo caí en ese agujero con todas las ilusiones de un profesor primerizo y al poco puede ver que eran eso: ilusiones y poco más. Durante un buen período de tiempo no hice amistades que pudieran llamarse tales, o que superaran el ámbito del instituto. Los escasos compañeros a quienes no disgustaba mi aspecto o no combatían mis opiniones por el hecho de ser de otra región se mostraban simplemente amables, y con ellos pude mantener poco trato. Con que sepáis que alquilé un piso amplio, demasiado grande para vivir yo solo, y tardé más de un curso en encontrar a alguien que lo compartiera, ya está dicho todo. Por supuesto, mi inquilino tuvo que venir de fuera, pero esa es otra historia que algún día os contaré, si sois buenos. En cuanto a los alumnos... Esos chicos eran un preludio de lo que luego se ha llegado a considerar una situación habitual, pero entonces todavía sorprendía al incauto. Es decir, un auténtico desastre; un horror de estupidez, altanería, indolencia y mala educación que me costó bastante tiempo meter en vereda. Apenas había una clase que se salvase. Tenían totalmente sorbido el seso con el dinero que ganaban trabajando los fines de semana y en vacaciones de verano, y su máximo horizonte estaba copado en exclusiva por la moto, la discoteca, las pastillitas o la última moda. O por todas juntas.
—¡Qué panorama! —exclamó Carmelo.
—Hay que verlo para saber de qué estoy hablando. Apenas había algún chaval que se saliera de la norma. Sin embargo, uno de ellos consiguió llamar mi atención. Se llamaba Ricardo Valladares, y al principio no era alumno mío. Llegó a mi conocimiento por primera vez en una de las sesiones de evaluación. Otro profesor lo citó como ejemplo en escala superior de cierto individuo pesadísimo que había caído en mi tutoría y de quien no paraba de quejarme. El suyo, Valladares, era un crío larguirucho, inquieto, respondón e incapaz de pasar desapercibido en ninguna clase. El habitual niñato intratable. Creo recordar, por cierto, que tiempo antes se había hablado de no sé qué amagos de acoso que acabaron con la consabida expulsión.
Al año siguiente yo fui su tutor. En un primer momento pareció que el verano lo había serenado bastante. No se mostraba tan inquieto como me habían referido y, de hecho, ahora tenía una novieta un año más joven que él y bastante mona. Era frecuente verlos enlazados por los rincones de los pasillos dándose besos inacabables, mirándose constantemente a los ojos, siempre pegados. Recuerdo que alguna vez, sonriendo ante su apasionamiento, había captado la mirada de su chica y ésta se había sonrojado, aunque no por eso dejara de abrazarlo y chupetear su cuello con la misma intensidad. Pensé que eran cosas de críos, de esas que pasan con la edad y no hay que darles más importancia.
Yo, por otra parte, a pesar de llevar sólo un curso en el instituto, ya había conseguido implicarme en el grupo de teatro, intentaba montar una banda de rock con varios chicos de COU y era habitual en las excursiones, viajes de estudio y salidas de cualquier tipo, con lo que mi popularidad entre los chavales iba en aumento. “¡Ringo, Ringo!”, me requerían a todas horas para tratar mil asuntos minúsculos. Y estaba encantado con la nueva situación. Consideraba que era el modo más eficaz de inculcar alguna idea en la mollera de esos críos y, de paso, ahorrarme los conflictos que ya empezaban a ser habituales con otros profesores más severos.
No fue así con Ricardo, Richi para sus amigos. Desde el primer día del curso decidió tomarme como objetivo de sus impertinencias. He de decir que en una primera etapa casi me hacía gracia ese adolescente insubordinado, respondón, capaz de cuestionar hasta las nociones más elementales. Consideraba que esa espontaneidad, como ahora la llaman, convenía al carácter abierto que siempre he deseado en mis clases. Le tenía cierta consideración, escuchaba sus impertinencias y procuraba no herirle demasiado cuando era inevitable la reprimenda pública. Sin embargo, el clima en el aula iba a peor. Richi no aceptaba de ningún modo mi buena actitud. Cuando le regañaba en privado se obstinaba en dirigir la mirada a sus zapatillas y hacer como que asumía mis críticas, aunque de una manera desdeñosa, altiva, tal que si me perdonase la vida a cada momento. Por lo general, se amparaba en la complicidad de algunos compañeros y buscaba reventar las clases, evitar que el ambiente relajado que obtenía en las demás sin grandes esfuerzos pudiese cuajar en la suya. Rara era la vez que terminábamos libres de conflictos. No sabía la razón, pero la había tomado conmigo. Al final, acabé reconociendo lo que todos mis colegas me habían prevenido respecto a ese energúmeno y le cobré una antipatía manifiesta que no me preocupaba en ocultar. Por más que considerase que era una sencilla reacción contra el sistema escolar y la coacción paterna, conforme pasaban los días llegué a convencerme de que este niño en realidad era un hijoputa de mucho cuidado, y no había momento en que, a mi vez, olvidase fastidiarle de los mil pequeños modos que tenía a mi alcance. Si él enredaba con sus colegas, lo exiliaba al fondo de la clase, de pie, como si fuera un niño. Si me mantenía la mirada, yo le aguantaba el duelo, ganándole siempre en su terreno para que entendiese que yo no iba a ceder en esa estúpida pelea de gallos.
Por supuesto, suspendía unas cuantas asignaturas, a pesar de ser inteligente. A la altura del tercer trimestre ya era evidente que no superaría el curso. Así se lo hice saber en una conversación de tutor a alumno que no pudo ser más tensa. Él arguyó que todos le teníamos manía y que estaba harto de esa mierda de instituto. Yo le dije que lo que él tenía por arrobas era cara dura, que yo sólo conocía una mierda y estaba delante de mí, etcétera, etcétera. Lo habitual. Entonces sucedieron un par de hechos que desencadenaron la conclusión de esta historia. El primero fue una mañana, tras el recreo, en que encontré mi maletín totalmente rajado por obra de lo que a todas luces parecía un cutter escolar. Era precioso, de armazón robusta y forrado en símil cuero que mis padres me habían comprado para mi primer día de trabajo. Me dolió mucho tener que reemplazarlo, pero la verdad es que había quedado inservible. Pocos días después también aparecieron unas rayas en la carrocería de mi coche, el pobre Ford Fiesta que tan buen resultado me dio, ¿lo recordáis? No fueron de mucha importancia, pues yo mismo las pude reparar en el taller de un amigo, pero sí consiguieron irritarme. A estas alturas, ya sabía quién era el responsable de los destrozos.
Bien: había llegado el buen tiempo y, como paseante habitual que soy, aprovechaba la menor oportunidad para dar una vuelta por los campos cercanos o recorrer la parte vieja de la ciudad, que a veces deparaba gratas sorpresas. Una tarde, serían las cuatro y media o cinco, estaba en esto último, recorriendo ciertas callejas cercanas a una capilla gótica que todavía no había visto por dentro y me interesaba. Me habían dicho que el sacristán vivía por ahí cerca y solía dejar la llave sin más formalidades. Además, la frescura de esa zona de la ciudad invitaba a recorrerla sin prisa, contemplando las fachadas carcomidas por el tiempo, los edificios con sabor y ciertos detalles artísticos bastante estropeados pero de mérito que en otras ocasiones me habían pasado desapercibidos. Al entrar en una pequeña glorieta distinguí una figura joven junto a la puerta de cierta casa. Enseguida la identifiqué como aquella chiquita, la novia de Richi. Carolina, recordé que se llamaba, a pesar de que no estaba en ninguna de mis clases y siempre he tenido muy mala retentiva para los nombres. Desde el principio me había parecido la más guapa de su grupo de amigas, y con esa melena lisa y esos ojos claros era inevitable fijarse en ella. Ella también me reconoció. Yo esperaba el consabido desaire de volver la vista a un lado como si no me hubiese visto, o bien el saludo seco, deseoso de que me marchase cuanto antes. Sin embargo, se dirigió a mí con cierto deje de alegría y un fondo de timidez, con cierta coquetería casi infantil que me llamó la atención poderosamente. En su voz creí notar sorpresa y cierta sensación de agrado, quizá por el mero hecho de encontrarse con un profesor a esas horas y en ese lugar recóndito del casco viejo.  O por lo que fuese.
—Hola, Carolina —recuerdo que le contesté con una amplia sonrisa—. ¿Qué haces aquí tan sola?
—El repaso —contestó con tono cantarín—. Ésta es la casa de mi profe de Inglés. Los demás estarán ya arriba. Pero es que hoy...
—Qué lata, ¿no? Con la buena tarde que hace para dar un paseo. ¿Vas a entrar? —seguí diciendo en tono juguetón para tantearla, mientras una idea empezaba a tomar forma—. Como que no tienes bastante por la mañana para luego volver a lo mismo. Seguro que estás harta.
—Sí, pero es que voy muy mal —respondió.
—¿Quién te da clase? ¿Alicia? —tanteé.
—No, el Garrafo; digo, Desiderio —corrigió rápidamente.
—Ah, claro. El Garrafo. No me extraña que no te enteres. A ver, ¿por dónde vas ahora? —repliqué yo con la mayor naturalidad.
            Ella abrió el libro, pasó unas cuantas páginas y me lo indicó. Bromeé diciendo que no me entraba en la cabeza, con lo lista que parecía, cómo no era capaz de quedarse con esas cuatro tonterías. Seguro que no se lo habían explicado bien. ¿De verdad le servían de algo esos repasos? Confesó que más bien de poco. Por lo general, en la clase se limitaban a hacer los deberes del día siguiente. A menudo era la misma profesora quien rellenaba por ellos los huecos en los ejercicios, con lo que la chica no llegaba a percatarse siquiera de qué trataban. En resumen, era un rollo. Estaba harta de acudir todas las tardes, pero no sabía qué hacer si no estaba allí. Richi tenía entrenamiento a esas mismas horas y deambular sola por la ciudad, con el riesgo de que alguien la pudiese delatar a su madre, no le parecía una opción interesante.
Entonces me lancé. Le propuse que, en lugar de subir a clase, me acompañase. A mi piso,  ¿por qué no? Yo ya iba de vuelta, así que no me suponía ningún esfuerzo. No estaba lejos de allí. En un instante podía explicarle lo que no comprendía y, si le apetecían refrescos, una cervecita o fumar lo que quisiera, podía hacerlo sin problemas puesto que nadie nos iba a ver. Además, nos daría la oportunidad de charlar en privado de un par de cosas. Dije esto muy lentamente, saboreando las palabras, como si fuera otro el que las decía y guiase mis actos. Para mi sorpresa, vi cómo se ruborizaba levemente, agachó la cabeza y al final, con un hilo de voz, dijo que sí le apetecía. Reconozco que en un primer momento me puse algo nervioso por lo fácil que estaba resultando y tartamudeé un par de veces, pero en el trayecto hasta mi casa conseguí hilar una conversación ligera, quizá algo idiota, aunque apropiada a las circunstancias y a mi interlocutora. Carolina parecía presa de una mayor timidez y apenas contestaba, manteniendo la mirada fija en el suelo, como si no se atreviera a más. Aun así, pude enterarme de que yo era muy apreciado entre sus amigas y, en un principio, también por ella misma. Luego, ante la disparidad entre sus opiniones y el rencor que me mostraba Richi, ya que en cuanto se hablaba de mí no perdía oportunidad de vituperarme, se había sentido incluso más interesada en conocerme. “Seguro que estaba celoso”, me dijo su chica. “¿Y tú qué crees?”, le pregunté. “¿Soy un ogro, como piensa tu novio?”. “No, claro”, respondió con viveza. “Yo nunca he dicho eso. Y no es novio, novio. Sólo salimos”. “A ver, Carolina; eso me lo tienes que explicar con más calma”, respondí con una amplia sonrisa que otra vez le forzó a bajar la mirada.
            De este modo llegamos al portal de mi casa. Maniobré torpemente con la cerradura, abrí la pesada puerta de hierro y dejé que ella pasara en primer lugar. Tuvimos un leve tropezón. Un roce involuntario, por supuesto, que nos detuvo a los dos en el quicio. Una especie de descarga me recorrió el espinazo.  Me percaté de que ella también se estremecía. “Perdona. ¿Te he hecho daño?”, le pregunté. Ella no respondió. Entonces decidí ir a por todas. Dejé que entrara en la media penumbra de la escalera. La miré fijamente y supe que estaba deseándolo tanto como yo. La sujeté por los hombros, que me parecieron frágiles y adorables bajo el suave algodón de la camiseta, y con un movimiento lento, muy lento, la besé en la boca. Ella no se resistió. Fue un beso largo, cálido, delicado. Y tan natural y bien compenetrado como si lo hubiésemos hecho desde siempre. Aceptó mi lengua y jugueteó con ella en una lucha larga y deliciosa, trufada de algún gemido sutil que delataba su ansiedad. Cuando nos separamos, ella sonreía, nerviosa. Casi de modo involuntario, se pasó la punta de la lengua por los labios. Y ese gesto, que había visto tantas veces y siempre me pareció señal de un gusto grosero, en la chica estaba revestido de ternura y resultaba candoroso, incitante. Aún mantenía los ojos cerrados como en una ensoñación, me sujetaba por la cintura con firmeza pero también con no sé qué suavidad como de otro tiempo. Se dejaba llevar por el ritmo de los cuerpos.
Le sugerí subir en el ascensor. Ella entró delante de mí. Pulsé el botón de mi piso, que creo recordar que era un quinto. La luz parpadeó unos instantes, como hacía siempre al arrancar, pero entonces se me antojó una señal. La arrinconé contra el espejo y, besándola de nuevo con una furia blanda que me surgía de no sé dónde, empecé a acariciarle los pechos por encima de la ropa. Ella se dejaba hacer. Tenía una mirada encendida, vibrante. Respiraba con fuerza. De ahí bajé al vientre, suave, muy suave, con una lentitud que a la chica tuvo que parecerle un mundo. Le besé el cuello sin dejar de recorrer con mis manos la cintura, ahora bajo la breve camiseta, la base de la espalda, los costados, las caderas rotundas. En ese momento llegamos al piso. “Es aquí”, dije tontamente. Salimos bien enlazados de la mano, como si nos fuéramos a extraviar. Cuando ya había localizado las llaves del apartamento, se apagó la luz de la escalera. “No la enciendas”, susurré con mi voz más grave. “Prefiero sin luz”. Creo que en esos momentos yo temblaba un poco, y algo debía de traslucirse en mis palabras. Entretanto, Carolina no podía ni articular. “Ven aquí”, le pedí. En la oscuridad casi podía adivinar su cara de excitación, una mezcla de temor porque los vecinos pudieran sorprendernos y de necesidad de acoplarse a mi cuerpo. No sé cómo es posible después de lo que os he contado, pero nos besamos aún con mayor intensidad. La seguí acariciando en la negrura ardorosa del rellano. Bajé las manos por sus muslos, le sujeté el trasero firme mientras apretaba su pubis contra el mío, comenzando un movimiento como de marea que pronto debió de hacerle efecto, porque oí cómo murmuraba: “Ringo”. Y luego: “Sigue, Ringo. Sigue, por favor”. Alcancé entonces el frente de sus vaqueros, desabroché dos o tres botones e introduje mi mano con decisión bajo la tela áspera y caliente, recorriendo con mi palma el perfil inferior de su vientre y avanzando más abajo aún, en territorio frondoso que era breve y manejable, y a estas alturas comenzaba a estar algo húmedo en su parte inferior. Ahí empecé a acariciar, a pesar de lo incómodo de la postura, utilizando sólo un dedo para recorrer con toda parsimonia la abertura de su sexo. Ella estaba apoyada contra la pared y arqueaba un poco las piernas, con los pantalones ceñidos a medio abrir y mi mano insistiendo entre sus muslos. Suspiraba cada vez con más intensidad y con un ritmo acompasado dócilmente al de mis roces. Yo, mientras tanto, le mordisqueaba el cuello, el lóbulo de la oreja, vertía mi aliento en su nuca y mi lengua en el oído. Cuando creí llegado el momento, puesto que la velocidad de mis dulces embestidas había aumentado y poco más podía esperarse de ese oleaje que no fuera romper y desgranarse en quejidos, saqué no sin cierto esfuerzo la llave de mi bolsillo, abrí la puerta del piso y, desembarazándome de Carolina, le dije fríamente: “¡Hala, vete a casa, que se va a hacer tarde!”. Luego, cerré tras mí.
La dejé allí, en el descansillo, con una expresión sorprendida e incrédula que no puedo olvidar. Para no oír los insultos y amenazas que me lanzaba en retahíla desde el otro lado de la puerta encendí el aparato de música y puse un disco de los Stones. Algo entendí, a pesar de todo, de si era un cerdo y un hijo de puta, de una denuncia por violación, de contar todo a su novio. Estaba muy alterada. Necesitaba tiempo para calmarse. Cuando al final se marchó y pude bajar el volumen un poco excesivo del “Under my thumb”, yo también tenía el pulso un poco más estable.
—¡Hostia! —estalló Julio.
—¡Rediós, qué calentón! —suspiró Fortu, algo congestionado.
—Eres un monstruo —reconoció Bernardo, poniéndose de rodillas delante de Ringo—.Un monstruo.
—Pero pronto obtuve la recompensa a mis esfuerzos —continuó Ringo—, puesto que, como bien suponía, Carolina no contó nada de este asunto a Richi. Al menos, eso me pareció, porque el chico no mostraba de ningún modo estar al tanto de mis sonrisas burlonas cuando la clase permanecía absorta en un ejercicio y él establecía otra vez su tonto duelo de miradas, creyendo desafiarme. Ni daba la menor señal de entender las alusiones, no siempre de muy buen gusto, que desde entonces me permitía casi a diario. Aunque me esté mal decirlo, en esa ocasión gané yo.
—¡Pobre chiquita! —dijo Chiuca—. Lo pasaría fatal. Está visto que los hombres sois todos unos cabronazos.
—¡Joder, tío! Ese pudo ser el polvo de tu vida —dijo Domingo, todavía alterado—. ¿Y no hiciste nada más, así, teniéndola a huevo? No me lo creo.
—Esta es la historia y esto es lo que hay. Siento que no os haya gustado.
—A mí me parece muy buena. Y más sutil de lo que aparenta—dijo Bernardo.

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